¿Murió realmente
la Virgen María?
De hecho, algunos escritores de la misma opinión han puesto en duda la muerte de la madre de Jesús, prefiriendo imaginarla llevada al cielo sin pasar por el trance de la muerte, con la que todos los vivientes se deben enfrentar.
Así ella no moriría sino que sería transportada (no saben decir exactamente cómo), desde la dimensión terrenal a la etérea del cielo.
La cuestión no es tan infantil como pudiera parecer a primera vista, porque parte de la convicción de que la muerte es la consecuencia directa del pecado original.
El discurso realizado por mariólogos conocidos del pasado se puede resumir en estos términos de manual de teología: la muerte es consecuencia del pecado de nuestros primeros padres. María no lo ha contraído en modo alguno, y, en consecuencia, no puede morir.
Este es uno de los silogismos que, incluso cuando no aparecen en la forma típica de la escolástica estudiada en un seminario eclesiástico, logran satisfacer cualquier deseo de búsqueda aficionada, tanto en el ámbito teológico como de simple curiosidad cultural, al mismo tiempo que disuaden de ir más allá.
En primer lugar, es necesario recordar que la fe cristiana habla de dos órdenes de privilegios singulares concedidos por Dios a nuestros primeros padres: lo sobrenatural, es decir, la gracia, y lo preternatural, incluyendo exenciones de las miserias de la vida, del dolor, de la muerte y otras cosas dolorosas.
Del uno y del otro hemos sido privados por el pecado original. Pon el bautismo, somos devueltos a la esfera sobrenatural; es decir, de la gracia, pero no en la de los privilegios preternaturales.
Se mueven con dificultad en este ámbito los que no la han hallado al reconocer en la Madonna el hambre, la sed, la fatiga, el frío y todo lo que llevó a ella su experiencia terrenal. La muerte, no. María no podía, no debería sucumbir a esta ley inexorable. Han aceptado (pero con cuanta fatiga!) que se ha encontrado para dar a la luz un hijo en una cueva; pero aquella cueva la han convertido en un pequeño palacio real, luminoso, a medida del arte.
Han admitido los temores de la huida en Egipto, los problemas para llevar adelante, en Nazaret, su compromiso de esposa y madre, en condiciones para nada cómodas.
Pero al mismo tiempo no han querido renunciar a las fantásticas fantasías de los apócrifos, y de los constructores de leyendas, para desembocar en el icono bizantino, de la ciénaga de la corte constantinopolitana, y de los oros brillantes, visibles, por ejemplo, en los mosaicos de las basílicas orientales y en las de Rávena y de Roma.
No debemos extrañarnos, o culpabilizar a los siglos cristianos que nos han precedido.
Cada época ha visto a la Madre de Dios con la luz que era más agradable, obteniendo beneficios que nos han transmitido también a nosotros. Nadie, en verdad, jamás pensó en negar que María haya experimentado todos los condicionamientos de la tierra a causa de su pertenencia a la humanidad que como sabemos nos ha traído a la misma Palabra hecha carne en su seno virginal.
Sería suficiente con reflejar el hecho fundamental de la fe, es decir, que Cristo ha muerto, y ha muerto realmente en la cruz y ha sido sepultado como cualquier otro hombre, para comprender que María no podía haber tenido un camino de vida diferente del suyo.
En resumen, podemos afirmar, sin sombra de duda que María verdaderamente murió: no se puede resucitar sin antes morir. De hecho, resucita el cuerpo que antes estaba muerto, no el alma que nunca muere.
La Virgen ha muerto como cualquier otro mortal, aunque sí, de manera totalmente diferente a la de cualquier otro mortal. Esta diferencia se encuentra en la perfecta aceptación de la experiencia final de la vida terrena y aún más claramente, en la singular consonancia de cada acto de su vida (y por lo tanto también del último) con la de su hijo.
Pensando en ello en serio, está claro que era un honor para ella su participación personal, también, en la experiencia de la muerte de Cristo, del cual le brotaría, antes que para otro cualquiera, el camino a la resurrección.
Para nosotros es un gran consuelo.
También nuestra madre celestial murió, ha pasado también ella de ese camino, que a todos se nos presenta como una carrera hacia el abismo.
Si no fuera otro que por esto, la experiencia final y, en sustancia, la más temida, de la partida de este mundo, perde por el fiel la tinta espectral, que en muchos casos, envenena toda entera una existencia.
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