Domingo 23 de Octubre Evangelio Lucas 18,9-14
Dos hombres subieron al templo a orar.
Antes que subir al templo a orar hay que bajar al propio corazón para ver nuestro rostro y el de los demás, para descubrir lo que pensamos de Dios y de nosotros.
La parábola que Jesús expone, en sus breves versículos, presenta una radiografía de personajes contrapuestos...la soberbia conduce a la perdición y la humildad al encumbramiento de la Vida Eterna.
La sentencia, con la que el Señor cierra la parábola, no deja margen a la duda: Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado. (Lucas 18, 14)
El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás.
Esta oración nos delata, no hay nadie en ella: ni Dios, ni nosotros, ni los demás. Es puro vacío. Solo hay apariencia e hipocresía fina. Esta oración, que deja fuera a Dios y excomulga a los compañeros, ¿qué puede ser? Hay palabras, pero no hay corazón; no hay corazón, porque no hay hermanos, ni compasión, ni gratuidad, ni fiesta compartida.
La vida rota llega al corazón de Dios, o mejor, la gracia cura todas las heridas. La oración es camino de humildad y de gracia, es encuentro de dos amigos, mendigos los dos de amor, uno del otro. Para orar no hay que hacer nada, casi no hay que decir nada, solo ser lo que somos ante Dios, ponernos en verdad ante Él. Dejarnos amar. Con eso basta. Los orantes somos pecadores hacia los que Dios vuelve sus ojos.
María es el modelo de humildad ante el Señor. Ella, mejor que nadie, nos ha mostrado la realidad de un corazón abierto ante Dios; un corazón humilde, pobre y sabio. Oramos el Magnificat.
Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora todas las generaciones me llamarán dichosa,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.