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SAN JOSÉ
Su fe se tradujo en fidelidad. Cumple la misión sin ruidos. Habla el lenguaje que mejor conoce: el lenguaje de los hechos. Siempre al lado de Jesús y de María, con sentimientos de asombro y de gratitud. A San José lo podríamos calificar como “Custodio de la Eucaristía”. Así lo afirma la liturgia: “confiaste los primeros misterios de la salvación a la fiel custodia de San José”. Él acoge a Jesús presente en el seno de María, él asiste a la adoración de los pastores y de los magos, él le lleva a Egipto y lo trae, él le enseña a rezar, él le busca, él contempla su crecimiento, él acepta con agrado su trabajo en el taller de Nazaret.


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"ID A VER A JOSÉ"
Se sabía en Nazaret, y sin duda en toda la comarca, que al dirigirse a él se estaba seguro de pagar un precio justo y recibir una obra bien hecha. Amaba su oficio y lo conocía a fondo. Lo había estudiado y lo había ejercido con la misma meticulosidad con que escrutaba la Ley de Dios.
Sabía que ante el Señor el trabajo no es solo una exigencia, sino también un motivo de orgullo, algo noble y redentor; que lejos de considerarlo una esclavitud, hay que verlo como una forma de oración, como un medio de encontrar a Dios y, a la vez, ganarse el pan y la salvación. Por eso, transformar un tronco de árbol en planchas, en útiles o en muebles, era un gozo para él.
 Le gustaba, el entrar por la mañana en el taller, sentir el olor a madera fresca recién cepillada, ver cómo el sol, entrando por la puerta abierta, hacía brillar el metal de sus herramientas.
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Se preparaba para su tarea como para una ceremonia religiosa. Cuando se ataba a la cintura su delantal de cuero, lo hacía con la gravedad del sacerdote al ponerse la casulla, y cuando se inclinaba sobre su banco de carpintero, llenaba de ilusión y de cariño cada gesto, experimentando un gozo inexpresable en ejecutar los encargos de su clientela.

No se envanecía de nada, pero se sentía feliz satisfaciendo a sus clientes. Les preguntaba qué tal iba el arado que les había hecho, si aguantaba bien el armazón del techo, y el contento que manifestaban se convertía en suyo.
No protestaba por los callos de sus manos, más duros cada día, por el sudor que perlaba su frente y secaba con el dorso de su mano, antes bien cantaba mientras trabajaba en su taller.

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Cantaba al ritmo de su mazo y repetía los versículos del salmo 150 que su tatarabuelo David había compuesto:
 “¡Alabad al Señor con arpas y cítaras!
¡Alabadle con tambores y danzas!
¡Alabadle con, instrumentos de cuerda y con flautas!
¡Alabadle con platillos sonoros!
¡Alabadle con platillos resonantes!”

Albina Moreno
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