
Viernes 27 de Marzo:
Santa María al Pie de la Cruz
Las últimas caricias fueron las de su Madre.
Sus manos se dedicaron a la dulce y dolorosa tarea
de recomponer en lo posible,
lo que habían hecho con su hijo.
Le bajó sus ojos,
que no se habían cerrado.
Quitó las espinas
que lo habían coronado,
y las sostuvo en sus manos
junto con los clavos.
Dos recuerdos que el hombre,
le dejaba regalados,
y dos honores que el hijo
para ella había ganado:
Amor y Dolor,
para siempre entrecruzados.
Tomó el cuerpo de su hijo,
y lo acercó hasta el regazo.
Era el cuerpo de ese niño
que acunó entre sus brazos,
y dormía ya tranquilo
después de tanto trabajo.
Tenía el peso de la entrega
y el precio del pecado.
Tenía el peso de los hombres
a quienes tanto había amado
y la marca de aquel beso
que el amigo le había dado.
¡Quién diría que ese niño
iba a ser tan castigado
y que sólo su castigo
nos vería perdonados!
¿Por qué le es tan difícil
a los hombres, ser amados?
¿Será que el amor lleva
hacia los cuatro costados,
y en Cruz así nos pone:
brazos abiertos,
pies bien clavados,
los ojos al cielo,
y en la llaga,
miles de hermanos?
Siguió con sus manos
ungiéndolo en llanto,
y recorrió la ruta
que las heridas marcaron,
llegando hasta la gruta
que se abrió en su costado.
Allí se detuvo.
No pudo evitarlo.
Sus manos temblaban
de sólo tocarlo
y pronto llamaron
sus labios a besarlo.
Los latidos lo habían
hace un rato dejado,
pero aún lejos se oía:
Tengo sed de abrazarlos.
Era el corazón de su hijo
que no se había parado.
Madre ahí tienes a tus hijos,
tú puedes abrazarlos;
tú puedes decirles
lo que su amor me ha costado;
tú puedes mostrarles
el grueso de los clavos;
tú puedes acercarles
el beso del costado.
Tal vez, a ti te acepten
Madre del Crucificado.
Javier Albisu